Cuando fui consciente de la situación me di cuenta porque no lo había hecho hasta entonces. No quería cargar ese peso sobre él, pero ya era demasiado tarde. Comencé a llorar y, una a una, pequeñas lágrimas saltaban de mis ojos a sus hombros. Corrían y reían libres. Se colgaban en su barba y se escondían, traviesas, en sus oídos y su pelo. Y en su cuello resbalaban.
Ya estaba hecho. Me separé de él. Mis lagrimas eran pastosas, pegajosas... unos hilos viscosos nos unían y colgaban en el espacio entre nosotros. Le miré a los ojos, y supe, que lo había entendido todo. Me marché cabizbaja. Lo había hecho.
Mi padre se quitó la chaqueta empapada e hizo un pequeño montón de palos y hojas. Encima colocó la chaqueta con mis lágrimas. Algunas de ellas todavía se movían, agonizando. Prendió fuego a la pira, que ardió rápidamente. Una columna compacta de humo amarillento subió hacia el cielo. Se pudo ver desde muy lejos. Mi tristeza se deshizo en una apestosa humareda y un golpe de viento se la llevó. Los habitantes del pueblo decían, murmurando, mientras se tapaban la nariz: "Ya está otra vez el del tejar quemando broza; ya está otra vez..."
Y es que los padres saben mucho, tienen remedios que nosotros nunca llegaremos a entender. Los padres tienen toda la sabiduría del universo. Para toda pregunta, un padre tiene una respuesta. Por eso les queremos tanto.
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