Un cadáver incorrupto. Esa era la definición exacta para mi estado. Tumbada en aquella cama, con aquel agujero en lugar de corazón. Un agujero que, a veces, él parecía llenar con besos y palabras de amor. Resultaba siempre una ilusión.
Sentía frío, un frío continuo y penetrante. Ni mantas, ni abrigos. Se había aferrado a mí como yo a la esperanza de amar. Alguien entró en el cuarto y me cubrió con su cálido cuerpo:
- ¿Te has enfadado? Perdóname. ¿Me perdonas?
- Si
Yo seguía inmóvil, sentía que él era mi ataúd. Sin embargo, poco a poco, todo su ser empezó a derretirse sobre mí. Podía sentir como se derrumbaba, ahora era yo quien le cubría. Me besó y pude notar como una lágrima había resbalado hasta la punta de su nariz, y así, hasta la mía. Y la abrazé. Sus lágrimas alargaban los brazos hasta mi cuello, deslizándose por él, y penetrando en mí por la yugular. Poco a poco, el agujero de mi pecho se fue llenando con un mar salado y de color carmín...
Las últimas sirvieron de lacre, un lacre espeso como la sangre, para sellar un sobre. En el interior había una nota. Escrita en perfecta cursiva me susurraba: Te amo.
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