sábado, 13 de diciembre de 2008

El sobre decidió el curso de sus conflictivas pretensiones.

Un cadáver incorrupto. Esa era la definición exacta para mi estado. Tumbada en aquella cama, con aquel agujero en lugar de corazón. Un agujero que, a veces, él parecía llenar con besos y palabras de amor. Resultaba siempre una ilusión.

Sentía frío, un frío continuo y penetrante. Ni mantas, ni abrigos. Se había aferrado a mí como yo a la esperanza de amar. Alguien entró en el cuarto y me cubrió con su cálido cuerpo:
- ¿Te has enfadado? Perdóname. ¿Me perdonas?
- Si
Yo seguía inmóvil, sentía que él era mi ataúd. Sin embargo, poco a poco, todo su ser empezó a derretirse sobre mí. Podía sentir como se derrumbaba, ahora era yo quien le cubría. Me besó y pude notar como una lágrima había resbalado hasta la punta de su nariz, y así, hasta la mía. Y la abrazé. Sus lágrimas alargaban los brazos hasta mi cuello, deslizándose por él, y penetrando en mí por la yugular. Poco a poco, el agujero de mi pecho se fue llenando con un mar salado y de color carmín...

Las últimas sirvieron de lacre, un lacre espeso como la sangre, para sellar un sobre. En el interior había una nota. Escrita en perfecta cursiva me susurraba: Te amo.

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