sábado, 13 de diciembre de 2008

La perversión y la tristeza desbordaron el calcetín.

Mira que se lo tengo dicho. No te limpies el pene con mis calcetines… pues nada, él, erre que erre. Y así, cada vez que nos vemos, calcetines pegajosos. En cualquier caso, es un indicador fiable del estado de nuestra relación. Cada vez que siento el fluido en mi pie, una cálida sensación de tranquilidad invade mi cuerpo; por supuesto, a esta le sigue un escalofrío de repulsión.

-Eres un cerdo ¿lo sabes?
-Si, pero te encanta.

Me conmueve ese tono de omnisciencia en su voz, sobre todo porque los dos sabemos que tiene razón. Paulatinamente nos hemos convertido en unos pervertidos, y nos gusta. Nos regocijamos en esta nueva faceta de nuestra personalidad. Es un nuevo juguete sexual que parece no tener fin. No necesita pilas y nos ha salido gratis. Llegó, como llegan los chocolates y bollos a la nevera de nuestras madres, no te los esperas, no los pides, y tampoco te paras a pensar lo bien que sienta encontrártelos, pero ahí están, por obra y gracia de nuestras santas madres.

Pues a nosotros, con esto de la perversión, nos pasó igual, aunque está vez nuestras madres estuvieran totalmente al margen. Todavía no somos, lo que se dice, unos expertos en la materia, ni siquiera unos iniciados. Utilizando el lenguaje típico, somos amateurs. A mi no me gusta llamarnos así, sinceramente, me parece demasiado vulgar, pero es para entendernos. Convertirse en pervertidos no es lo que se dice: una tarea fácil. Es agotador acarrear con la perversión a todas partes, es un ejercicio mental sobrehumano. Además, una vez que empiezas, esto no tiene límites, y mantenerla intacta cuesta lo suyo. No quiero ser gafe, pero me temo que con la facilidad que nos llegó, se nos va a ir, al igual que el chocolate desaparece de la nevera, y sí, será muy divertida, pero no hay que jugar con fuego. No tenemos ninguna aspiración mayor, pero nunca viene mal dar un poco de gracia a los asuntos de alcoba, sobre todo, si el compañero es siempre el mismo.

A menudo nos preguntábamos cuál sería nuestra próxima hazaña. Pero, en el fondo, los dos sabíamos que no era más que un juego tonto. Si éramos pervertidos no lo expresábamos a menudo, nos salía por casualidad, espontáneo, pero esperábamos impacientes la próxima puesta en escena de nuestra nueva amiga. Desde el suceso en la cocina, que no creo necesario describir aquí, no por evidente (que no lo es) si no por inoportuno, no nos hemos vuelto a ver implicados en algo similar.

De cualquier modo, siempre hemos sido más o menos gente maja y normal. Esto no es más que una anécdota en nuestra relación. Un paréntesis, un inciso.

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Pasan los días. Y las noches. Y Ella sigue tirada en la cama, pensando y dando vueltas. Las noches, sudorosas, y los días malolientes. La cama pegajosa y desecha. “¿Qué hora será?”
Cuando no está él no se preocupa de sí misma, se siente ajena a su cuerpo. Ajena a los demás y a lo que significan. Elementos de un intrincado sistema de relaciones, le parecen totalmente artificiales y lejanos e inalcanzables para ella, de todos modos nunca quiso llegar a ellos. Es inútil social, i-un-til, no autista, lo que podría conllevar algún tipo de excelencia intelectual, es inútil igual que en otras muchas cosas.
Torpe. No es capaz de llevar a cabo una relación normal dentro de un contexto social amplio, a pesar de eso, a menudo, guiaba sus actos en función de los demás, por lo que nunca tuvo el control de ellos. Esto al principio le molestaba profundamente, pero ahora le ha encontrado a él. Y se ha dado cuenta de que ignorar al resto del mundo no solo se llega a hacer por obligación, como le pasaba a ella, si no por total indiferencia hacia las personas.

Al contrario que ella, él es muy hábil, suele caer bien a la gente sin esfuerzo, todos quieren saludarle y pasar unos minutos con él, es divertido, tiene carisma natural. Sin embargo, a su parecer esto es totalmente irrelevante y la opinión o amistad de la mayoría no le afecta.

En la cama, se retuerce sobre sí misma, meditando sobre qué sería lo que le atraería de su carácter sometido a la sociedad, era tímida, insegura, influenciable y pendiente de la opinión de la gente, no era para nada el tipo de chica que se suponía que debía gustarle, ella era la reina de la superficialidad. La exquisitez de su novio con los demás le llevó a tener muy pocos amigos, que a él le parecían los justos y necesarios. A pesar de sus diferencias en esencia, ella estaba entre ellos. Se enamoró de ella, y locamente además. Ella fascinada no pudo hacer otra cosa que corresponderle. Ahora el sentido de sus vidas era esperar a estar juntos.

-No llores, odio verte llorar.
-Pero ¿que quieres que haga? Me haces llorar, me haces darme cuenta de que lo único que no me gusta de ti viene dado por todo el mal que te he hecho. Te he corrompido, y ahora se vuelve contra mí.
-No digas tonterías.

Yo me oía decir esas cosas y realmente creía que tenía razón. Siempre he tenido un sentimiento de inferioridad frente a él que no puedo evitar. Pero claro, en realidad, le tengo a mi disposición, puedo hace lo que quiera con él, está sometido a mi, y tener a alguien superior a ti entregado absolutamente, te hace sentir responsable de su felicidad. Tengo mucho miedo, miedo de dejar de quererle. Pido por favor que nunca deje de amarle, ya no solo por mi felicidad, si no sobre todo por la suya. Cuando estoy con él, estoy constantemente en vilo. Por eso necesito sentir pegajosos los calcetines y estar a veces separados para saber que le sigo echando de menos. Es una criatura excepcional que ahora depende de mí. Depende de mi amor.

No puede ser, me digo a mí misma. Que lo tienes muy consentido. Todos los caprichos se los permites. Pues esto se tiene que acabar. Feliz, pero educado. El día que me deje creo que sentiré que me quita un peso de encima, seguramente entonces me de cuenta de lo fácil que es amarle y lo complicado que yo lo hice. Solo tengo que dejar que me frote la espalda en la ducha, dejar que me bese la nuca con sus gruesos labios, dejarle amarme tranquilamente, y el resto vendría hecho. Pero nada, yo seguía empeñada en que le iba a dejar de querer. Y un día, y otro, y que nada, que no me quedaba tranquila. Total, que esto tenía que acabar en algún sitio. Nuestra relación seguía intacta, incluso mejoraba. Ya no había roces, estábamos compenetrados. Hasta aquel día en concreto. El único día en que todo debía ser perfecto y por muy poco no le dejé de querer. A esto estuve de creer que él era el culpable de mi infelicidad cuando, en realidad, era el único que la mitigaba un poco.

En mi mente, le amenazaba. No te enfades hoy, que es un mal día. Mañana o pasado mejor. Pero no, el siempre tan cabezota. Pasé toda la tarde mirándole de reojo, no se si se dio cuenta pero le odié mucho a escondidas. Hasta la noche. Era nuestra noche. La noche en que yo, por fin había decidido que me daría cuenta de lo mucho que le amaba, pero él tuvo que estropearlo. En fin. Yo ya estaba totalmente deprimida. Él notó que yo estaba rara, porque no hice otra cosa que pegarle con el mando a distancia mientras veíamos la película. Le metía el dedo en la nariz, y descubrí que tiene cosquillas en los costados. Al cabo del rato, empezó a ponerse cariñoso, y yo, ni tirando de nuestra perversión recién adquirida, fui capaz de vencer a las lágrimas y me puse a llorar. Así conseguí conmoverle, lo que como buena aspirante a pervertida, me excitaba en exceso. Cuando me hubo consolado, decidí que qué mejor manera de festejar mi recién estrenada alegría que viendo porno. Solo fuimos capaces de encontrar una serie erótica en la que los actores tenían un cómico acento mejicano, pero fue suficiente para subirme el ánimo.

-En cuanto te ponen el porno, se te quitan todos los males.

Nos reímos un rato. Y decidí que ya estaba preparada para un poco de sexo de reconciliación. Sin embargo no creí que fuera tan difícil hacer el amor cuando una tiene una crisis de identidad. La luz era deprimente, roja. La serie erótica seguía en la televisión, esperpéntica.
Y a mi novio no se le ocurrió mejor manera de hacerlo que por la espalda. Me sentía tan sola, mirando hacia la alfombra. Notaba como mi perversión desaparecía por momentos y se iba sin dejar ni rastro, mientras que la de mi novio atrincherado en mi espalda aumentaba por momentos. Decidí cambiar todo aquello como pudiera, aunque fuera demasiado tarde.

Me levanté, y él decidió que no iba a esperarme sentado. Así que con su pene dentro de mí y pegado a mi espalda avancé hasta la televisión y la apagué. No sirvió de nada. Entonces, cambié de posición. Le senté en el sofá conmigo encima de él. Por lo menos ya podía mirarle los ojos. Sin embargo aquel suplicio (psicológicamente hablando, por supuesto) se prolongó demasiado, terminando con todas mis fuerzas. Disimuladamente derramé unas lágrimas en su hombro, justo antes de que él se derramara dentro de mí. Me levanté al segundo y le dije: Duchémonos. Allí lloré tranquilamente, las gotas de agua cómplices de mis lágrimas.

Al cabo de un rato mi novio empezó a quejarse de un tremendo dolor de espalda. Sin duda, el creía que se debía a la mala posición en el sofá. Pero yo sabía que ese no era el único motivo. Tuvo que soportar no solo mi peso si no el de mi tristeza encaramada a mi espalda. Ya tirados sobre la enorme cama de matrimonio de mis padres, podíamos descansar. Mi dolor psíquico se tradujo en un malestar físico en su espalda. Es en esos momentos cuando me doy cuenta de lo compenetrados que estamos. Sus besos ahora resbalaban sobre mí cuidadosamente y para nada perversos. Ahora se quien es la única perversa aquí: Es mi tristeza. Se presenta desnuda y sin vergüenza entre nosotros. Actúa a escondidas, se regodea en el dolor, y siente placer por ello, es cruel. Mi tristeza se crece en las circunstancias más retorcidas y pintorescas. Y si en otro momento todo aquel suceso en el salón me hubiera parecido indiferente, esta vez era distinto. Porque no estaba sola, mi tristeza estaba ahí. La perversión se había apoderado de ella y le daba ánimos para seguir torturándome. Se presenta en los momentos más inoportunos la muy…

Al final, salimos a dar una vuelta, cogidos de la mano y con la brisa del amanecer en nuestros rostros. Si ya se lo dije yo, que velada ni velada. No está el horno para bollos, ni la nevera tampoco. No queremos perversiones aquí señora. Nunca me hace caso y mira que se lo tengo dicho que hacerse un pervertido no es cualquier cosa. Que no es tarea fácil. Pues él, erre que erre. Al final nos salió el tiro por la culata. Yo cargando con una tristeza degenerada y descontrolada y él, con un dolor de espalda insoportable.

-¿Cuál será nuestra próxima perversión?
-Mira, mira…no me vengas con sandeces. ¡Que te lo tengo dicho!
-Tranquila, solo era una broma. ¿Compramos pintauñas?
-¿Pintauñas? ¿Para qué?
-Porque quiero pintarte las uñas de los pies. Un día me lo pediste y yo no quise. Hoy si quiero.
-Está bien. Vamos.

Entonces me di cuenta de lo fácil que es amarle y lo complicado que yo lo hice. Solo tenía que dejar que me frotara la espalda en la ducha, dejar que me besara la nuca con sus gruesos labios, dejar que me pintara las uñas de los pies, en fin, dejarle amarme tranquilamente y el resto vendría hecho.

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